UN LUGAR AL CUAL NUNCA VOLVERÉ

Dentro de una caja cubierta de polvo, en medio de algunos libros viejos, casetes, periódicos y postales, encuentro una fotografía. La reconozco al instante. Perdida entre un mar de árboles verdes una casa: paredes blancas, terraza grande. Tejas de un rojo apagado, marcos de las ventanas de madera con una capa de pintura verde. Y puerta entreabierta, también de color esperanza. Sopla el viento, las hojas de los árboles están en movimiento, el cielo azul; de pronto parece que la puerta se abre un poco más a causa del fuerte aire, y por rendija empiezan a salir quilos y quilos de recuerdos que se dejan llevar hasta mi cerebro.
Son imágenes concretas y secuencias de película. Algunas borrosas, otras en blanco y negro, tal vez encuentro alguna con música de fondo.
Mi antigua casa. Cómo olvidarla. Fue allí donde viví, los primeros nueve meses en la barriga de mi madre, y los siguientes cinco años creciendo y explorando el nuevo mundo que se me presentaba.
Recuerdo la chimenea y las llamas que con ella danzaron mientras veían como bebía del biberón, daba el primer paso, pronunciaba la primera palabra y soplaba las velas de mi primer pastel de aniversario. La oscuridad de la despensa que tanto miedo mi hizo pasar. Los peldaños de la escalera que tantas veces subí y bajé. Aquella puerta blanca de mi cuarto que en tantas ocasiones mis padres abrieron durante la noche para escuchar mis suspiros mientras dormía. La persiana que en tantos casos ascendió y descendió para dar la bienvenida al nuevo día o saludar a la noche oscura. La baldosas rojizas que notaron como mis pies, al principio diminutos, aumentaban poco a poco de medida; aquellas que de tantas lágrimas se mojaron.
Recuerdo la cocina, el cuarto de planchar y los despachos de mis padres; y el bosque de delante, con sus grandes robles y alcornoques por donde, ya un poco mayor, trapeé tantas tardes. Con sus hojas que pisaba fuerte con las botas de agua cuando en otoño cubrían el suelo, con sus ramas dónde mi abuelo cuando nos visitaba escondía las llaves de su coche para que yo las encontrase y él me pudiera dar algunas monedas de recompensa. Recuerdo el perro que tuvimos durante algún tiempo, el ruido que hacían las llaves cuándo mi madre o mi padre abrían la cerradura y entraban en casa. Recuerdo también, los gritos de mi madre cuando tenía algún encuentro con los pequeños ratones que de vez en cuando nos visitaban, las voces de las vacas que pastaban cerca de allí, y el mantel verde oscuro que cubría la mesa redonda y debajo del cual me escondí tantas veces.
Recuerdos, recuerdos y más recuerdos. Cierro los ojos. Aire frío, olor fuerte de retama, el calor de mi madre al lado. Oigo el canto de los grillos, el búho y los perros de alguna granja que ladran cerca de allí. Veo las luces del pueblo que descansa. Estoy en la terraza, contemplando las estrellas como cada noche antes de ir a dormir. La Osa mayor, Casiopea, la Osa menor, Orión… Sonrío feliz.
Y ahora, con quince años, también sonrío, esta vez feliz de conservar todos estos recuerdos. Con un punto de tristeza al saber que no volveré nunca más a esa casa. Al fin y al cabo, lo que me entristece, en el fondo, no es mi antigua vivienda, tal vez lo que de verdad me preocupa no es no poder volver a vivir en ella, sino  no poder volver a mis 4 años; inocente, sin darme cuenta de los problemas de mi alrededor, dentro de una burbuja hecha de jabón infantil.
Me levanto. Abro la ventana de marcos plateados y modernos. Levanto la cabeza hacia arriba. La Osa mayor, Casiopea, la Osa menor, Orión…





Clàudia Illa

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